Hace ya algún
tiempo, en un viejo pueblo donde viví hasta mi adolescencia, ocurrió una serie
de fenómenos inexplicables, al menos para ciertas personas.
Debo aclarar
que, como todo pueblo de provincia, nos conocíamos muy bien los unos a los otros,
y que nada sucedía sin que en un instante nos enterásemos de algún nuevo
acontecimiento. Pecados, alegrías, tristezas, proezas, desaciertos,
casamientos, descuidos, arreglos, en fin, todo era de amplio conocimiento.
En la plaza
mayor, central y única comenzaron a aparecer en sus baldosones una serie de
manchas de procedencia incierta. El intendente y el resto de los pueblerinos
estábamos consternados. ¿De dónde venían esas manchas? ¿Qué significado tenían?
El más
atrevido del pueblo osó tocarlas y no halló restos de pintura ni ningún otro
material con el que estuvieran hechas. El intendente mandó inmediatamente a
lavarlas, pero ni el mayor corrosivo era capaz de hacerlas desaparecer. Lo más
extraño era que se formaban ante nuestros ojos como si un duende invisible las dibujase
y se burlara de todos.
Las manchas,
al principio asimétricas y sin sentido alguno, comenzaron a unirse conformando
caras, pero no cualquier cara, sino la de algunos de los vecinos. Al
presentarse de esta forma, el temor los invadía aún más. ¿Qué significaban sus
caras inlavables allí dibujadas?
Cada uno que
allí aparecía retratado se encerraba en su casa a rezar; el cura comenzó a
realizar misas y procesiones todos los días y el intendente llamó a un
gobernador amigo que en reunión conjunta con pintores, arquitectos, ingenieros,
profesores y sabelotodos no pudieron llegar a ninguna conclusión y mucho menos
a borrarlas.
Lo terrible
fue lo que siguió, pues a los pocos días de surgir la cara de algún poblador,
éste irremediablemente moría sin causa alguna, sumándose a la desesperación el
médico del lugar que veía fallecer a su clientela sin poder hacer nada al
respecto.
Mis amigos y
yo, que por entonces tenía catorce años, por las noches nos escapábamos de
nuestras casas para observar el fenómeno, hacer teorías sobre las causas y
sobre todo para pedir que aparecieran las caras de aquellos que aborrecíamos y
nunca las nuestras.
El tiempo fue
pasando, y con cada rostro un feligrés partía. Para nosotros era muy divertido.
Cuando les tocó el turno a mis padres a mí se me acabó el entretenimiento.
Unos tíos
maternos de un pueblo cercano vinieron a buscarnos a mi hermana y a mí. Fue
triste irse de ese extraño y doloroso lugar.
Supe que este
fenómeno duró por seis meses más y sólo quedaron en pie el cura, el abogado y
el médico. Todo el resto de los habitantes fallecieron y con cada muerte sus
caras iban desapareciendo.
A veces creo
que tendría que haber pedido con más fuerza para que la tonta de mi hermana
también muriera en ese curioso y bello tiempo.
3 comentarios:
La impronta Claudia en toda su plenitud, con estas atmósferas incómodas que despabilan al lector, lo provocan, lo corren de sus placidos lugares...
(por favor, tengan a bien colocar el acento que se me quedó en el camino)
(qué va a decir la gente, qué va a decir, con esta coordinadora mal escrita)
muy bueno Clau. atrapante y con un final genial!!
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