“Nueve
horas, el cielo despejado, la temperatura es de diecisiete grados y la humedad
del sesenta por ciento”…
suena una canción, podrían ser Los Plateros. Entre quehaceres domésticos de fin
de semana me había entretenido bastante siguiendo las noticias de una obra que
en la ciudad prometía ser un gran negocio. Cada semana escuchaba las novedades
del avance en la construcción, de los materiales que habían hecho traer del
exterior, de los mejores arquitectos, ingenieros y maestros mayores de obras
que trabajan día y noche para acelerar el levantamiento. Se instalaría un
centro comercial con más de cuarenta tiendas en cada uno de sus pisos, bazares
de gran porte, salas de cine, restaurantes, y hasta un hotel de mil estrellas
para los visitantes. Sería un espectáculo para la ciudad, ese atractivo
turístico que estaba necesitando. Yo ya pensaba en las recorridas que me daría
en busca de algunas chucherías, con la simple excusa de circular por sus pasillos, por sus lujosas
escaleras, y las reuniones que organizaría en las mesas de los bares entre
vidrieras y muestras de perfumes. Un acontecimiento como hace tiempo no ocurría
en la ciudad. La emisora anunciaba que estaría listo para la primavera, mientras
tanto seguía enumerando las miles y millones de inversiones, los eternos
trámites municipales que habían tenido que padecer para al fin dar con el
terreno solicitado, las protestas de los mercaditos de la zona, y no sé cuántas
otras cosas que el locutor se encargaba de comunicarme entre unos clásicos que
olvidaban el presente, y hacían soñar con otros tiempos. La radio había logrado
empaparme de ansiedad consumista. Basta decir que esperaba anhelante cada
domingo para enterarme de todos los detalles de la edificación y así
reconstruirlos en mi imaginación como un plano intuitivo. Ya sabía dónde
estarían los libros, hasta pensé en concurrir regularmente y así concluir por
leer alguno, disimulando para que no me vayan a marcar de oportunista.
Habían pasado cerca de cinco meses de
seguimiento meticuloso. La radio comentaba que faltaba muy poco para la
inauguración, entonces decidí que era hora de visitar la construcción que me
había quitado el sosiego de los domingos. Ya podría reconocer todas las
pinceladas de mis alucinaciones. Había anotado la dirección al mismo tiempo que
buscaba en mi mente como una brújula humana sin dar con suerte en la ubicación
exacta. Así pensé que lo mejor sería tomar la bicicleta y recorrer los caminos
conocidos que podrían llevarme a ella. En el viaje proyecté varios acontecimientos:
algunas personas abarrotadas tratando de escurrirse entre las rejas, niños
jugando en el parque circundante, mercaderes con carpetas vislumbrando sus
transacciones, profesionales dando las últimas órdenes edilicias, algún medio
de comunicación, tal vez la radio que acompañó la faena. No podía estar muy
lejos, esa era la calle, la altura. Saqué el papelito arrugado de mi bolsillo
con la dirección escrita, estaba parada justo frente al portón de ingreso
vehicular. Desconcertada miré hacia
ambos lados, el viento arrastró un residuo de hoja avejentada con un plano de
arquitectura. Giré y pude observar un aglomerado de ladrillos, un cementerio de
ambiciones. Entre confundida y desorientada, sólo pude acercarme a un hombre
que pasaba por el lugar, y titubeando le
pregunté por el centro comercial. El hombre tuvo que pensar por un momento,
pero al instante lo recordó perfectamente; la obra fue clausurada antes de
inaugurarse, luego de un derrumbe en uno de sus pisos que le causó la muerte a más
de treinta obreros una primavera hace casi cien años.
2 comentarios:
El tiempo dislocado...
Me encantan estos viajes enigmáticos, Vicky...
Miriam
Excelente lo tuyo, Vicky...
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