Vuelos, descensos y caídas del taller literario de la Asociación Cultural Rumbo

14 de junio de 2012

LOS ROSTROS, por Claudia Maglio



Hace ya algún tiempo, en un viejo pueblo donde viví hasta mi adolescencia, ocurrió una serie de fenómenos inexplicables, al menos para ciertas personas.
Debo aclarar que, como todo pueblo de provincia, nos conocíamos muy bien los unos a los otros, y que nada sucedía sin que en un instante nos enterásemos de algún nuevo acontecimiento. Pecados, alegrías, tristezas, proezas, desaciertos, casamientos, descuidos, arreglos, en fin, todo era de amplio conocimiento.
En la plaza mayor, central y única comenzaron a aparecer en sus baldosones una serie de manchas de procedencia incierta. El intendente y el resto de los pueblerinos estábamos consternados. ¿De dónde venían esas manchas? ¿Qué significado tenían?
El más atrevido del pueblo osó tocarlas y no halló restos de pintura ni ningún otro material con el que estuvieran hechas. El intendente mandó inmediatamente a lavarlas, pero ni el mayor corrosivo era capaz de hacerlas desaparecer. Lo más extraño era que se formaban ante nuestros ojos como si un duende invisible las dibujase y se burlara de todos.
Las manchas, al principio asimétricas y sin sentido alguno, comenzaron a unirse conformando caras, pero no cualquier cara, sino la de algunos de los vecinos. Al presentarse de esta forma, el temor los invadía aún más. ¿Qué significaban sus caras inlavables allí dibujadas?
Cada uno que allí aparecía retratado se encerraba en su casa a rezar; el cura comenzó a realizar misas y procesiones todos los días y el intendente llamó a un gobernador amigo que en reunión conjunta con pintores, arquitectos, ingenieros, profesores y sabelotodos no pudieron llegar a ninguna conclusión y mucho menos a borrarlas.
Lo terrible fue lo que siguió, pues a los pocos días de surgir la cara de algún poblador, éste irremediablemente moría sin causa alguna, sumándose a la desesperación el médico del lugar que veía fallecer a su clientela sin poder hacer nada al respecto.
Mis amigos y yo, que por entonces tenía catorce años, por las noches nos escapábamos de nuestras casas para observar el fenómeno, hacer teorías sobre las causas y sobre todo para pedir que aparecieran las caras de aquellos que aborrecíamos y nunca las nuestras.
El tiempo fue pasando, y con cada rostro un feligrés partía. Para nosotros era muy divertido. Cuando les tocó el turno a mis padres a mí se me acabó el entretenimiento.
Unos tíos maternos de un pueblo cercano vinieron a buscarnos a mi hermana y a mí. Fue triste irse de ese extraño y doloroso lugar.
Supe que este fenómeno duró por seis meses más y sólo quedaron en pie el cura, el abogado y el médico. Todo el resto de los habitantes fallecieron y con cada muerte sus caras iban desapareciendo.
A veces creo que tendría que haber pedido con más fuerza para que la tonta de mi hermana también muriera en ese curioso y bello tiempo.




3 comentarios:

miriam dijo...

La impronta Claudia en toda su plenitud, con estas atmósferas incómodas que despabilan al lector, lo provocan, lo corren de sus placidos lugares...

miriam dijo...

(por favor, tengan a bien colocar el acento que se me quedó en el camino)
(qué va a decir la gente, qué va a decir, con esta coordinadora mal escrita)

Vicky dijo...

muy bueno Clau. atrapante y con un final genial!!