Vuelos, descensos y caídas del taller literario de la Asociación Cultural Rumbo

9 de abril de 2012

LA AVENTURA DE UNA MUJER LLAMADA IRENE, por Claudia Maglio

Se miró una vez más frente al espejo, en el día de su cumpleaños quería observar bien las marcas  que surcaban su rostro, esas profundas cicatrices comúnmente llamadas arrugas. Era dueña de varias, y a cada una se las había ganado bien. En su monótona vida, cada día significaba una amargura que se sumaba y en el rostro una huella sin querer, dejaba.
Se sentía sola, defraudada, en realidad vivía sintiéndose así, no recordaba un sólo día que no guardara ese sentimiento interiormente.
Por las mañana se levantaba a las seis en punto, no era de desperezarse o retozar entre las sábanas y hacerse esperar. Ella apenas sonaba el despertador, o antes incluso que éste cumpliera su función, abría los ojos e inmediatamente comenzaba su ritual:
Primero se lavaba la cara y los dientes, preparaba su café, lo tomaba apurada mientras espiaba que su madre no se despertara. Nuevamente el ritual del baño, esta vez con una revista o libro en mano. Luego se peinaba y se pasaba algo de maquillaje. Dejaba la vestimenta para escasos minutos antes de salir.
Cuando consideraba que estaba lista, preparaba la leche para su madre y muy despacio junto a dos bei biscuit la despertaba. Hacía más de diez años que estaba postrada por la diabetes que ya sus piernas hasta la altura de la rodilla se había llevado. Irene era sus piernas, su enfermera, su criada, todo. Vivía en cama o en la silla de ruedas con la que la sacaba a pasear los sábados o a visitar el médico cada quince días.
Le servía el desayuno, esperaba a que lo terminara y en brazos la levantaba  y llevaba al baño, la higienizaba y aspiraba en forma automática y sin olfato las malolientes heces y orina que su madre depositaba y que ella con cuidadoso esmero debía lavar de su zona ano genital. La entalcaba, la sentaba en la silla de ruedas, la peinaba, abría las ventanas, hacía la cama, le prendía su televisor y ante él la dejaba.  Gracias a Dios la madre podía calentarse en el microonda la comida que ella le preparaba para almorzar y sabía llamarla a su celular o a emergencias si algo pasaba.
De todos modos a lo largo del día ella no dejaba pasar media hora que no hablara con su madre para saber cómo estaba.  ¡Pobre! La necesitaba, la dejaba hablar, como cuando se levantaba e Irene siempre respondía con un “sí, no o está bien mamá”. Jamás existía algo que Irene hiciera bien según la óptica de su madre, por lo que desde que se despertaba rezongaba primero por la enfermedad y luego por el mal desayuno que su hija le hacía; la falta de dinero; el que no la ascendieran después de tantos años en el empleo, lo cual seguramente se debía a su ineptitud; lo mal arreglada que estaba; lo pálida y ojerosa que la veía, y como era esperable: -“¡Por eso no te has casado!” “¡Quién va a querer una mujer con esa cara de amargada y para colmo cada día más vieja!”.
Irene disimulaba como podía lo hastiada que estaba, trataba de comprenderla, la perdonaba por su condición de enferma lisiada, sólo suspiraba y seguía con su rutina diaria.
Se vestía, y salía hacia el empleo, llevaba 28 años en la misma oficina, pronto se jubilaría. ¿Le alcanzaría para vivir con su mamá, entre su jubilación y la paupérrima pensión de ella? Subía al mismo colectivo de todos los días, el chofer ya la conocía, a veces se daba cuenta de los años que pasaban porque ya no la llamaban señorita sino señora, y porque la gente que casi siempre viajaba con ella se iba renovando, los más viejos no aparecían, los niños del colegio luego los veía con novia y hasta nenas que vivían por la zona las había visto vestidas con guardapolvo y luego embarazadas.”¡Cómo pasa el tiempo cuando una está ocupada!”, pensaba. Llegaba a al trabajo y en él con su mente en la madre, se abocaba hasta las 15 hs. momento en que volvía a su casa.
A veces para cambiar un poco, caminaba algunas cuadras y después tomaba el colectivo. Al caminar imaginaba cómo habría sido su vida si su mamá no se hubiese enfermado, el padre faltado desde hacía más de treinta años, si hubiese dado un sí gigante a su Ricardo…., pero era un veleta, seguro que ya a esta altura la habría dejado, porque ella es de perdonar y seguro que hubiese aguantado.
Llegaba a su casa, recostaba un rato a la madre mientras preparaba la cena. Comían  juntas, le contaba las novedades de la oficina que no solían ser muchas, miraban la tele juntas, lavaba los platos, daba los remedios a su mamá, la bañaba, la peinaba, le ponía una rica colonia y la acostaba. Después recién Irene se duchaba y miraba un rato más la televisión o a veces se le daba por espiar la ventana mientras degustaba un exquisito té de boldo. Acostumbraba acostarse temprano, al otro día la vida continuaba. Ese día como era su cumpleaños se quedó escuchando música y observando por la ventana, de golpe vio una estrella fugaz, pidió sus deseos rápido antes que se escapara y pensó, “Ay, viaja, pelea, dulce peregrina rodeada de cisnes imaginarios, moños y cintas de diversos colores. Vuela y revive trémula, suave, sedosa las etéreas voces de los olvidados por Dios”.

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