Vuelos, descensos y caídas del taller literario de la Asociación Cultural Rumbo

21 de noviembre de 2011

EL EXTRAÑO, por Evangelina Arroyo

Cuando nació, lo llevaron debajo del olivo para que fuera bendecido por el sacerdote del pueblo. Gloria, su madre, apenas veinte años, supo desde el comienzo que su hijo venía signado por quién sabe qué extraña fatalidad. Su padre, albañil de oficio y embustero de profesión, sólo le garantizó un nombre y su apellido: Alfredo Cañeda.
Alfredito tuvo infancia feliz y padres más separados que unidos bajo el mismo techo, pero no por ello dejó de ser alguien a quien le gustaba divertirse. Cuando tenía cuatro años, conoció a unos niños que vivían a pocos metros del arroyuelo. Eran los hijos del pescador, unos trillizos muy sociables que lo invitaban a jugar todas las tardes cerca del agua. Un día le obsequiaron un nido de colibrí lleno de flores silvestres para su mamá. Luego, un ramo de “cola de zorro” para que ahuyentara los mosquitos. Pero el mejor presente que recibió el pequeño fue una pluma blanquísima de paloma mensajera. Alfredito fue corriendo a su casa con la pluma en la mano y, al llegar, la guardó debajo de su almohada. Esa noche durmió tan profundo que apenas susurró en sueños. Cuando despertó, no encontró la pluma donde la había guardado; en cambio, sintió en su espalda un pinchazo, una grieta, algo que brotaba. Como no llegaba a verse, le preguntó a su mamá qué tenía detrás, sí, mami, acá, en la espalda, con llanto dolido y desesperado.  Gloria dudó en acercarse, puesto que nunca en su vida había visto una cosa como aquella. Para distraer y no asustar a Alfredito, le  dijo que era una astilla, seguro que se te pegó en la ropa jugando ayer con los chicos. De ese modo lo tranquilizó un poco, pero quedó pensativa durante unas semanas.
Eso que tenía en la espalda se multiplicaba por dos, por cuatro, hasta que un par de  enormes alas abrazaron  al niño. Una tarde tuvieron que descolgarlo de un sauce porque el viento lo había elevado tanto que no alcanzaron a sostenerle los pies. Su madre, ya sin saber qué hacer, lo encomendó al Señor, a la Virgen y a todos los Santos conocidos.
Alfredo tuvo que crecer encerrado, contemplando el sol desde la ventana y recibiendo las pocas visitas que se atrevían a enfrentar semejante ser. Nunca más vio a sus tres amigos; sólo escuchó que se habían ido del pueblo viajando río arriba.
Sumido en una profunda soledad y abatido por el peso de sus alas, Alfredo saltó desde el techo de su casa con la obsesión de salir volando y no regresar nunca más a ese poblado. Pesaba tanto su plumaje, que ni siquiera el viento de la tormenta pudo elevarlo suficientemente como para llevar a cabo su propósito. Luchó y luchó contra la pesadez, la tormenta aumentaba su furia, había plumas esparcidas sobre el suelo.
Al atardecer, una vez pasada la lluvia, Gloria advirtió que su hijo no estaba en la cama ni tampoco en el resto de la casa. Corrió hacia la calle, un tumulto de gente rodeaba un árbol. Mientras llegaba al lugar, se encomendó al Señor, a la Virgen y a todos los Santos conocidos. No quiso mirar a Alfredo, su niñito, que yacía muerto con alas blanquísimas debajo del olivo donde había sido bautizado.


2 comentarios:

vicky marin dijo...

impecable como siempre!!!

miriam dijo...

qué fluidez narrativa!!