Vuelos, descensos y caídas del taller literario de la Asociación Cultural Rumbo

20 de noviembre de 2011

ARTICULOS PARA EL HOGAR, por Blanca Ciffo

Recuerdo que, aquella mañana, cuando subí a mi auto para dirigirme al centro comercial,  recién estaba amaneciendo.

El viento azotaba con fuerza y golpeaba contra las chapas del automóvil como si quisiera arrancar las puertas, el techo, todo era temblor.  Y vino a mi memoria “La tramontana”, uno  de  Los doce cuentos peregrinos de  Gabriel García Márquez, pero no era primavera ni otoño y ese camino no llegaba a Cadaqués.
 
Fue enorme mi sorpresa al encontrarme conduciendo de una manera experimentada, ya que  nunca antes nadie me había enseñado ni siquiera dónde estaban los cambios y, más aún, porque en ocasiones anteriores  yo había  actuado como si no hubiese tenido auto.

Crucé el descampado camino a la ciudad cuando el sol ya comenzaba a iluminar  el dorado trigal que se hamacaba tanto como yo.  Ese sembradío estaba muy bien custodiado por un espantapájaros, del que  alcancé a ver el deshilachado  sombrero de paja que tenía sobre su cabeza y me extrañó que el viento no se lo hubiera volado. Aquel espantapájaros  parecía  por momentos un ser sobrenatural, al verlo nuevamente al costado de la ruta.

A llegar a dicho comercio y cuando estaba por  introducirme en él, me di cuenta de que yo no me había cambiado la ropa de dormir, que aún tenía puestas las medias, las pantuflas, el pijama y  una descolorida campera azul.
Como necesitaba varios alimentos no le di importancia a este descuido  y encaré para las góndolas de los comestibles.

Apenas  crucé el molinete una empleada del local se interpuso delante de mí.  Seguí sorprendiéndome al observar que  esta delgada mujer sobrepasaba los dos metros, mi cabeza apenas si  le llegaba a su cintura. No todo terminaría ahí, pues, ella tenía puesto una campera igual a la mía. Esa mujer desvió mi  rumbo hacia el sector de artículos para el hogar.

Seguía sin entender y cada vez más confundida.

Estuve en ese lugar tan preciado para un ama de casa,  ya  cansada de escuchar  el tañer  de mil campanas, el golpeteo de la prensa de la industria vecina,  las batucadas y el ventarrón.  Todos estos ensordecedores   ruidos  juntos  metidos dentro   de mi desfalcado lavarropas automático  cuando está en marcha.

Aparentemente un vendedor se había percatado de mi interés por aquellos electrodomésticos, quien   vestía un traje azul  pero había un detalle que no combinaba:  llevaba puesto un sombrero igual al del  espantapájaros. Éste aprovechó para descargar todo su convencionalismo ofreciéndome  la compra de los productos en muchísimas cuotas mensuales.
Un lavarropas nuevo con todas sus funciones y al ser nuevo sería silencioso,  una gran cocina  de acero inoxidable  similar a la que tienen en las escuelas, con grandes hornallas, y un horno en el cual podría cocinar  hasta diez pizzas a la vez o quizás preparar la comida para toda la semana y luego freezarla. (A veces las tareas hogareñas me impiden concurrir a gimnasia). Pensé en  un buen  equipo de música de alta definición.  Así, después  de haber puesto la ropa a lavar y la comida en el horno, distendida  aprovecharía a ejercitar los pasos de baile que realizaba en  la rutina aeróbica del gimnasio.

Deliberadamente, concreté dicha compra, empeñando el sueldo de un jubilado argentino a largo plazo, adquiriendo todos esos productos.

De regreso a mi casa, ya no vi más ningún espantapájaros en los campos y comprobé que no llevaba nada de comestibles. Inmediatamente,  llegó  mi arrepentimiento y me  atormentaba pensando en  la reacción que tendría mi  marido al enterarse de aquella descabellada adquisición.

Me agarré fuertemente del volante al tiempo que aceleraba más y más.   

 Pero nuevamente el ventarrón, el ruido de las campanas, de  la prensa y el desmantelamiento del auto.  Del auto  que yo no poseía. Todos esos ruidos al unísono lograron  despertarme de mi siesta. Mis ojos que no podían despegarse, como si no correspondieran a este mundo.
Al costado de la cama estaba mi marido observándome con un  mate en la mano y sobre la cabeza llevaba el sombrero de paja que acostumbra a usar par protegerse del sol.

Entonces  di un salto,  me puse las pantuflas, la campera azul y a pesar del insoportable bochinche,  sentí un enorme alivio al  recordar  que  había dejado el lavarropas funcionado antes de acostarme a dormir.

2 comentarios:

miriam dijo...

¡más lo leo más me gusta!

Vicky Marin dijo...

es geniaaaaalll!!!