Recuerdo que, aquella mañana, cuando subí a mi auto para dirigirme al centro comercial, recién estaba amaneciendo.
El viento azotaba con fuerza y golpeaba contra las chapas del automóvil como si quisiera arrancar las puertas, el techo, todo era temblor. Y vino a mi memoria “La tramontana”, uno de Los doce cuentos peregrinos de Gabriel García Márquez, pero no era primavera ni otoño y ese camino no llegaba a Cadaqués.
Fue enorme mi sorpresa al encontrarme conduciendo de una manera experimentada, ya que nunca antes nadie me había enseñado ni siquiera dónde estaban los cambios y, más aún, porque en ocasiones anteriores yo había actuado como si no hubiese tenido auto.
Crucé el descampado camino a la ciudad cuando el sol ya comenzaba a iluminar el dorado trigal que se hamacaba tanto como yo. Ese sembradío estaba muy bien custodiado por un espantapájaros, del que alcancé a ver el deshilachado sombrero de paja que tenía sobre su cabeza y me extrañó que el viento no se lo hubiera volado. Aquel espantapájaros parecía por momentos un ser sobrenatural, al verlo nuevamente al costado de la ruta.
A llegar a dicho comercio y cuando estaba por introducirme en él, me di cuenta de que yo no me había cambiado la ropa de dormir, que aún tenía puestas las medias, las pantuflas, el pijama y una descolorida campera azul.
Como necesitaba varios alimentos no le di importancia a este descuido y encaré para las góndolas de los comestibles.
Apenas crucé el molinete una empleada del local se interpuso delante de mí. Seguí sorprendiéndome al observar que esta delgada mujer sobrepasaba los dos metros, mi cabeza apenas si le llegaba a su cintura. No todo terminaría ahí, pues, ella tenía puesto una campera igual a la mía. Esa mujer desvió mi rumbo hacia el sector de artículos para el hogar.
Seguía sin entender y cada vez más confundida.
Estuve en ese lugar tan preciado para un ama de casa, ya cansada de escuchar el tañer de mil campanas, el golpeteo de la prensa de la industria vecina, las batucadas y el ventarrón. Todos estos ensordecedores ruidos juntos metidos dentro de mi desfalcado lavarropas automático cuando está en marcha.
Aparentemente un vendedor se había percatado de mi interés por aquellos electrodomésticos, quien vestía un traje azul pero había un detalle que no combinaba: llevaba puesto un sombrero igual al del espantapájaros. Éste aprovechó para descargar todo su convencionalismo ofreciéndome la compra de los productos en muchísimas cuotas mensuales.
Un lavarropas nuevo con todas sus funciones y al ser nuevo sería silencioso, una gran cocina de acero inoxidable similar a la que tienen en las escuelas, con grandes hornallas, y un horno en el cual podría cocinar hasta diez pizzas a la vez o quizás preparar la comida para toda la semana y luego freezarla. (A veces las tareas hogareñas me impiden concurrir a gimnasia). Pensé en un buen equipo de música de alta definición. Así, después de haber puesto la ropa a lavar y la comida en el horno, distendida aprovecharía a ejercitar los pasos de baile que realizaba en la rutina aeróbica del gimnasio.
Deliberadamente, concreté dicha compra, empeñando el sueldo de un jubilado argentino a largo plazo, adquiriendo todos esos productos.
De regreso a mi casa, ya no vi más ningún espantapájaros en los campos y comprobé que no llevaba nada de comestibles. Inmediatamente, llegó mi arrepentimiento y me atormentaba pensando en la reacción que tendría mi marido al enterarse de aquella descabellada adquisición.
Me agarré fuertemente del volante al tiempo que aceleraba más y más.
Pero nuevamente el ventarrón, el ruido de las campanas, de la prensa y el desmantelamiento del auto. Del auto que yo no poseía. Todos esos ruidos al unísono lograron despertarme de mi siesta. Mis ojos que no podían despegarse, como si no correspondieran a este mundo.
Al costado de la cama estaba mi marido observándome con un mate en la mano y sobre la cabeza llevaba el sombrero de paja que acostumbra a usar par protegerse del sol.
Entonces di un salto, me puse las pantuflas, la campera azul y a pesar del insoportable bochinche, sentí un enorme alivio al recordar que había dejado el lavarropas funcionado antes de acostarme a dormir.
2 comentarios:
¡más lo leo más me gusta!
es geniaaaaalll!!!
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