Vuelos, descensos y caídas del taller literario de la Asociación Cultural Rumbo

Bestiarios


"Bestiario", de William Germán Alonso (Bogotá, Colombia)




El amor de mi vida (Claudia Maglio)

“Uno está enamorado cuando se da cuenta
de que otra persona es única”.

I
La vi entrar entre otras varias mujeres en busca sensata y decidida de lo que realmente quería, eso la diferenciaba de las demás y no sé si fue esta cualidad o la perfección de sus curvas, especialmente por debajo de su cintura, lo que me enamoró.

II
Traté de resaltar entre mis congéneres y así logré que ella recayera en mí, escudriñándome con sus bellos ojos, tocando cada parte de mi cuerpo, palpando mi piel, mi textura y suavidad, que por cierto es de la mejor calidad. Su indecisión por mi color y medidas me desconcertaban, no sabía cómo gritarle con mi bella boca de cremallera reluciente que yo era el indicado.

III
Al fin se decidió. Creo que esa característica propia de las mujeres en sus titubeos entre los colores que más disimulen y estilicen, y sobre todo en los talles, se debe a que siempre piensan que están más gruesas de lo que en realidad son. Además al sexo masculino nos encantan las mujeres con curvas bien pronunciadas, no las flacas esqueléticas que siempre nos hacen lucir llovidos. Ese juego de vacilación y seguridad me excitó aún más, llevándome a una férrea competencia, cual macho cabrío, con el resto de mis hermanos. Trataba de seducirla, de influenciar su mente y entrelazarla con la mía incitándola a probarme.

IV
Lo hizo. Fuimos al probador y allí me calzó entre sus piernas, glúteos y entrepierna por primera vez. El amor y la lujuria llegaron al punto máximo cuando al abrocharme sintió que era perfecto para ella. Le calzaba justo, resaltaba sus hermosas formas y, es más, la acariciaba y la hacía sentir cómoda con mi presencia. Ella no se resistió y me llevó a vivir a su hogar. Pasé así a formar parte de uno de sus pantalones favoritos, y lo sé pues me utiliza sólo en ocasiones especiales. Debo confesar que soy extremadamente celoso y cuando la veo vestida por otro siento deseos de hacerlo jirones mas debo callar y soportar.

V
Sé que ella corresponde a mis sentimientos. Ayer, antes de vestirse, se paró ante mí con un culotte sensual que se perdía entre sus glúteos. Me miró, acarició, hundió su bello rostro en mi piel, me olió y luego muy suavemente introdujo sus excepcionales piernas dentro de mí. Y, en un acto instintivo o no, aún lo ignoro, me elevó bien hacia su cintura para que me adentrara más en su entrepierna y glúteos.

VI
Hicimos el amor toda esa noche al caminar, al sentarnos, al bailar y sobre todo al cruzar sus miembros que era cuando más me adentraba. Lo único incómodo y cuestionable era su trusa, cual preservativo, nos apartaba impidiendo sentir nuestras pieles en su totalidad.

VII
Ella me comprendió. Por las noches le susurraba en sus sueños llevándola a la mañana siguiente a abrir el placard maquinalmente, como hechizada y a observarme, olerme, tocarme. Desde aquella noche no volvió a usar ropa interior y ahora casi todos los días, cuando mi sádica ama así lo quiere, nos ponemos en contacto piel con piel, mucosa a mucosa, sentidos con sentidos. A veces llegamos con leves movimientos hacia adelante y atrás cuando está sentada, a elevarnos a los más exquisitos e inenarrables orgasmos. Por mi palabra de pantalón que es así y, si no me creen, vean las intrigantes manchas blanquecinas en mi entrepierna antes que ella me prepare mis baños de inmersión y, cual geisha, sumerja sus manitas para limpiar mi cuerpo luego de estas jornadas intensas de amor.



Broches (Blanca Ciffo)

  Tienen un cuerpo longiforme, una de sus caras es el espejo de la otra, nunca dejan de mirarse. Estoy haciendo alusión a los que se usan para colgar la ropa. Ellos  se prenden de la soga, de la ropa sin discriminar,  especialmente los días de sol, de viento, parecen pájaros dispuestos  a volar. Aunque ese  vuelo se ve frustrado porque sus alas  carecen de plumas.

  Los días de lluvia sus estados de ánimo varían,  por no tener contacto  con la naturaleza. En algunos, es notable la humildad por haberse hecho amigos inseparables de  un simple resorte, otros, son  duros como el roble. Pero también  se  podría decir que  tienen parientes insensibles y se ven  diferentes a ellos,   porque   están plastificados y vestidos de diversos  colores.

Generalmente  los hacen vibrar  las laboriosas  manos de una mujer. Más aún cuando pueden  prenderse y desprenderse de las bombachas y porta senos, esas vaporosas  prendas  rodeadas de encajes  y puntillas, las que llegan a despertar totalmente su virilidad.

  Demuestran su astucia al esconderse en las góndolas entre las escobas y trapos de piso, en esos escondites,  como los apóstoles en la última cena siempre van juntos de a doce. Su ego se eleva  al recorrer las calles de la ciudad  prendidos a la bocamanga de algún ciclista.

  En ocasiones son funcionales, cuando falta un soporte en algún lugar, de alguien surge la brillante  idea de sugerir: “sostenlo con  un broche”.
A veces al estar días y días  a la intemperie, o por tanto uso,   su cuerpo se desgasta, sus alas se quiebran  hasta el punto de quedar inutilizables. A pesar de su  gran utilidad, en estos  tiempos modernos  hay quien trata de reemplazarlos, por tal motivo están en tratativas de institucionalizar,  “El día oficial del broche”; ya que ellos lo único que no pueden hacer es bailar, porque como todos  dicen:“¡son de madera!”


EWF-7800 (Evangelina Arroyo)

Con esa boca cilíndrica y esos ojitos verdes titilantes lo trajeron a casa una mañana de marzo. No pude utilizarlo el primer día por asuntos de instalación y conexión de mangueras. Diré que sólo me dejaron poner mis manos sobre su cuerpo después de haber leído el manual de instrucciones que lo acompañaba. No bastaban los kilos de ropa que le daba de comer cada mañana ni la cantidad de jabón en polvo necesaria para satisfacer a ese engendro del diablo.

Todo transcurría con normalidad, sin embargo, se volvió extraño cuando el lavarropas desapareció un sábado a la tarde.
No hubo indicio alguno que pudiera ayudarme a descubrir si se trataba de un robo, de un acto de ilusionismo o de un secuestro. Busqué por todas partes y no hallé un solo rastro de mi lavarropas. Tantas veces puse el lavadero al derecho y al revés que los broches (quienes preferían estar a merced de Blanca) me pedían por favor que dejara de moverlos.

Consideré este asunto completamente inaudito: ¿cómo era posible que un engendro de semejante tamaño hubiera desaparecido así nomás?
Regresé al lavadero, y como si fuera la primera vez, retomé mi búsqueda. Maldigo la hora en que dejé de mirar el suelo: había una vasta marca que iba desde la pared hasta el portón, y junto a la canilla, una nota. Decía que estaba deprimido, que no toleraba más esa cantidad de ropa que le obligaba a ingerir diariamente, que ya no soportaba la manipulación ni las torturas.
Todo mi tormento acabó en ese mismo instante. El muy hijo de su madre me había abandonado.



Mantis religiosa (Mema Raimundi)

La campana decía basta, ¡a casa! A las doce del mediodía y con mis útiles a cuestas emprendía el regreso, pensando en detenerme en el alambrado. En la esquina estaba el almacén de ramos generales de la firma Morante Hnos. y  lo que restaba de terreno, lo  tenían cercado. Sólo  un tejido y una enredadera bien tupida bastaban para resguardo y para que  no se escaparan perros ni gallinas, que vagaban holgadamente en ese lugar bien arbolado.
Junto a la enredadera de madreselva crecía una planta trepadora que conocíamos  como huevitos de gallos y consumíamos con deleite sus frutos.
Sin noción del tiempo éramos varios los que hurgábamos de rodilla entre las hojas buscando el precioso fruto. Mientras más amarillo, más dulce era su sabor. Y qué decepción cuando una vez cortado se nos caía dentro del cerco. Eso significaba una pérdida irreparable.
Y cuando entre las ramas descubríamos un mamboretá, gritábamos  triunfantes: “¡Un matapiojos! ¡Y de los grandes!”
Su color verde  inconfundible, a veces verde pajizo, su cabeza pequeña, móvil y esos ojos desafiantes que estaban alerta para comer algún insecto menor, nos invitaban a insultarlo  y lo hacíamos para que nos pidiera perdón.

Mantis o mantis religiosa, o santateresa, o mamboretá o matapiojos es el insecto que más recuerdo de mi niñez. Sus patas prensiles que se aferraban a las ramas para que no lo sacáramos de su hábitat nos demostraban que les  estábamos  haciendo daño, pero había que enseñarlo como trofeo,  aunque después no supiéramos qué final tendría.



Cosas de cocina (Victoria Marin)

Él estaba esperándome silencioso en el armario dentro de una cajita. Una mañana lo encontré y lo ubiqué en el estante listo para la primera ocasión. Cuatro tazas de té con sus respectivos platitos de porcelana pintada china que había heredado de mi abuela. Ahora ya no era un olvidado juego de té, ahora era la marca de elegancia que reclamaba mi cocina, y él imponía su presencia con una arrogancia desmedida.  

Pocas mañanas pasaron hasta que percibí una unión perfecta entre sus componentes. Era una comunión ver las tazas con las asas alineadas a un mismo lado, con los dibujos pintados a mano asiática todos en mismo sentido. Cuando recibía la visita de Marilina ella pedía un té por el simple hecho de usar una de mis tazas decía. Se me hacía insoportable controlar la incomodidad de ver en el estante solo tres de ellas alineadas y un hueco. Mientras Marilina hablaba, yo intentaba transmitirles todo mi consuelo. Habían pasado casi un siglo juntas, para que en un acto de insolencia alguien las distanciara.

Se me ocurrió entonces invitar cada vez que viniese Marilina, a una amiga de la infancia, y a mi vecina de enfrente. Las cuatro le dimos a mi juego de té una reivindicación de amor que hace mucho tiempo no tenía. Pero no era fácil que coincidiésemos todas para cada reunión, o que las tres quisiesen tomar té, entonces me pareció absurdo seguir con la relación, y sólo seguí viendo a Marilina.

Las situaciones más incómodas ocurrían en general en ocasiones de visitas muy concurridas. Era inevitable si alguien pasaba por mi cocina, que se detuviera a mirarlo. Entonces sucedían dos cosas imperdonables. La primera, alguien tomaba una de sus tazas para observarla de cerca, para contemplar su hermosura, y hablando de una u otra cosa acababa dejándola en cualquier otro lugar pero menos en el hueco que era propio de ella en el estante y sobre su plato. Imaginar la sola idea de que una de sus tazas quede revoloteando sola por la casa y sin haber sido utilizada al menos para lo que fue hecha, me sobrepasaba. La segunda, cuando alguien ubicaba otro recipiente, que generalmente era de plástico en el hueco de una de sus tazas chinas. En ese momento sentía que el resto del juego me clavaba puñales de cucharitas en los ojos.
Lo más triste para él y para mí, era darnos cuenta que nadie a nuestro alrededor se alarmaba cuando ocurrían algunas de las dos situaciones. Solo él y yo nos mirábamos sin comprender la ignorancia ajena.

Al sentirme tan mal luego de esas dos situaciones, concluí por no hacer más reuniones que implicaran la acumulación de personas en mi casa. Pero la mayor de las alegrías fue cuando descubrí cómo terminar con esa incomodidad que acarreaba la visita de Marilina. Una tarde se sentó en mi cocina y me pidió un té; ya sabemos de la exclusiva forma que tiene de incomodarme a mí y a él. Cuando terminé de prepararle el té y de servírselo en una de mis tazas chinas, coloqué también las otras tres con sus respectivos platitos en la mesa en torno a ella. Me miró sorprendida, tomó su té, y no volví a verla desde entonces.

Después de dos años decidí mudarme a un departamento más grande. Estaba feliz porque mi juego de té ocuparía un lugar de privilegio en el living. Ahora era una pieza de arte, y ya no debería preocuparse por las inapreciables conductas de los demás.
Mientras desenvolvía de entre los diarios mis embalajes encontré un juego de cubiertos que me regaló mamá, lo observé con ternura, y me dieron muchas ganas una de estas noche invitar a cenar a Marilina.



1 comentario:

Anónimo dijo...

no estamos locas son cosas de Miriam!!!!
Vicky