Vuelos, descensos y caídas del taller literario de la Asociación Cultural Rumbo

17 de junio de 2012

EN LAS VIAS DEL TREN, por Blanca Ciffo


"Las vias del tren y la caseta"- Pailla


Pasé mi niñez y parte de mi juventud en una casa  que lindaba con las vías del tren.
Quizás fue la nostalgia por aquellos tiempos la que me impulsó a volver a caminar por esas  vías, aquel domingo iluminado por ese magnífico sol otoñal. Guardé unas mandarinas en los bolsillos y marché a paso firme, como solíamos hacerlo con mis primos.
Al ir de un durmiente a otro, las imágenes de la infancia colmaron mi mente y, en ese  vaivén  de recuerdos,  mis  pensamientos llegaron mucho  más atrás, hasta aquella apasionada noche en que mis padres  celebraron el primer año de casados y en la que mamá había  olvidado  tomar la píldora de los veintiocho días.
En aquel arrobamiento me largué a una  carrera vertiginosa con deseos de  llegar a la vida. Al principio  no hallaba el camino, parecía estar  medio  mareado. Quizás el causante había sido el descontrol de papá, porque durante el brindis, con aquel exquisito malbec, no hubo solamente un  fondo blanco en  el cáliz. Creo que en estos tiempos de prevención, mi padre  no hubiese pasado los controles de alcoholemia.
Por  mi  desmesurado  egocentrismo y por la excitante carrera no pude advertir si alguien más venía  a mi lado. Quizás  hoy  yo  hubiera tenido un hermano mellizo.
En mi pugna por llegar, tampoco consideré la metralgia que seguramente  le suscité en ese momento a  mamá, que sin dudas debe haberle dolido mucho más  que mi puja por salir del seno materno. 
Seguí caminado y me detuve en la estación de trenes. Subí las escaleras del puente de hierro y ahí me quedé, susceptible, al escuchar el silbato y sentir la vibración en mi cuerpo ante el paso del único tren del día.

TARDE CON LLUVIA, por Evangelina Arroyo


"Paraguas verde"- Jesús Estevez


Hoy es el día. Ella se detiene a escuchar los sonidos que la lluvia ejecuta sobre la ventana. Se coloca el abrigo, la bufanda, los guantes. Parece que el invierno llegará antes de tiempo. Busca su paraguas verde, le da un beso a su hijo, otro al marido, y sale, como de costumbre, sin  llaves.
Hoy es el día. Observa que en la parada de colectivos no hay nadie. Busca algo en su bolso. Recuerda haber anotado ese poema en un papel suelto. Está segura de haberlo guardado en el bolsillo delantero. Mientras tanto, la lluvia se apodera de sus botas. Una melodía de antaño resuena junto al aire húmedo de la tarde.
Hoy es el día. Ya ha comprado todo lo necesario para la cena con su hermana. El regreso a casa le dibuja un halo de impaciencia en el rostro. Hay que cocinar, incluso con la lluvia hasta en los huesos. Preparar la cena no es su tarea más feliz, pero se trata de lazos familiares y hay que esmerarse. Su hermana menor, su tan querida.
Piensa en el poema. El poema en el papelito suelto. ¿Adónde estará? Piensa que tal vez cayó en algún charco, que mientras revolvía el bolso... El revuelo en su corazón es mayor de lo esperado. Ahora deberá reescribir ese poema, las pocas palabras que recuerda, ese papel que se pegó a la lluvia.
Tal vez hoy sea el día.

14 de junio de 2012

LOS ROSTROS, por Claudia Maglio



Hace ya algún tiempo, en un viejo pueblo donde viví hasta mi adolescencia, ocurrió una serie de fenómenos inexplicables, al menos para ciertas personas.
Debo aclarar que, como todo pueblo de provincia, nos conocíamos muy bien los unos a los otros, y que nada sucedía sin que en un instante nos enterásemos de algún nuevo acontecimiento. Pecados, alegrías, tristezas, proezas, desaciertos, casamientos, descuidos, arreglos, en fin, todo era de amplio conocimiento.
En la plaza mayor, central y única comenzaron a aparecer en sus baldosones una serie de manchas de procedencia incierta. El intendente y el resto de los pueblerinos estábamos consternados. ¿De dónde venían esas manchas? ¿Qué significado tenían?
El más atrevido del pueblo osó tocarlas y no halló restos de pintura ni ningún otro material con el que estuvieran hechas. El intendente mandó inmediatamente a lavarlas, pero ni el mayor corrosivo era capaz de hacerlas desaparecer. Lo más extraño era que se formaban ante nuestros ojos como si un duende invisible las dibujase y se burlara de todos.
Las manchas, al principio asimétricas y sin sentido alguno, comenzaron a unirse conformando caras, pero no cualquier cara, sino la de algunos de los vecinos. Al presentarse de esta forma, el temor los invadía aún más. ¿Qué significaban sus caras inlavables allí dibujadas?
Cada uno que allí aparecía retratado se encerraba en su casa a rezar; el cura comenzó a realizar misas y procesiones todos los días y el intendente llamó a un gobernador amigo que en reunión conjunta con pintores, arquitectos, ingenieros, profesores y sabelotodos no pudieron llegar a ninguna conclusión y mucho menos a borrarlas.
Lo terrible fue lo que siguió, pues a los pocos días de surgir la cara de algún poblador, éste irremediablemente moría sin causa alguna, sumándose a la desesperación el médico del lugar que veía fallecer a su clientela sin poder hacer nada al respecto.
Mis amigos y yo, que por entonces tenía catorce años, por las noches nos escapábamos de nuestras casas para observar el fenómeno, hacer teorías sobre las causas y sobre todo para pedir que aparecieran las caras de aquellos que aborrecíamos y nunca las nuestras.
El tiempo fue pasando, y con cada rostro un feligrés partía. Para nosotros era muy divertido. Cuando les tocó el turno a mis padres a mí se me acabó el entretenimiento.
Unos tíos maternos de un pueblo cercano vinieron a buscarnos a mi hermana y a mí. Fue triste irse de ese extraño y doloroso lugar.
Supe que este fenómeno duró por seis meses más y sólo quedaron en pie el cura, el abogado y el médico. Todo el resto de los habitantes fallecieron y con cada muerte sus caras iban desapareciendo.
A veces creo que tendría que haber pedido con más fuerza para que la tonta de mi hermana también muriera en ese curioso y bello tiempo.




ECOS DE RADIO, por Victoria Marin



“Nueve horas, el cielo despejado, la temperatura es de diecisiete grados y la humedad del sesenta por ciento”… suena una canción, podrían ser Los Plateros. Entre quehaceres domésticos de fin de semana me había entretenido bastante siguiendo las noticias de una obra que en la ciudad prometía ser un gran negocio. Cada semana escuchaba las novedades del avance en la construcción, de los materiales que habían hecho traer del exterior, de los mejores arquitectos, ingenieros y maestros mayores de obras que trabajan día y noche para acelerar el levantamiento. Se instalaría un centro comercial con más de cuarenta tiendas en cada uno de sus pisos, bazares de gran porte, salas de cine, restaurantes, y hasta un hotel de mil estrellas para los visitantes. Sería un espectáculo para la ciudad, ese atractivo turístico que estaba necesitando. Yo ya pensaba en las recorridas que me daría en busca de algunas chucherías, con la simple excusa de  circular por sus pasillos, por sus lujosas escaleras, y las reuniones que organizaría en las mesas de los bares entre vidrieras y muestras de perfumes. Un acontecimiento como hace tiempo no ocurría en la ciudad. La emisora anunciaba que estaría listo para la primavera, mientras tanto seguía enumerando las miles y millones de inversiones, los eternos trámites municipales que habían tenido que padecer para al fin dar con el terreno solicitado, las protestas de los mercaditos de la zona, y no sé cuántas otras cosas que el locutor se encargaba de comunicarme entre unos clásicos que olvidaban el presente, y hacían soñar con otros tiempos. La radio había logrado empaparme de ansiedad consumista. Basta decir que esperaba anhelante cada domingo para enterarme de todos los detalles de la edificación y así reconstruirlos en mi imaginación como un plano intuitivo. Ya sabía dónde estarían los libros, hasta pensé en concurrir regularmente y así concluir por leer alguno, disimulando para que no me vayan a marcar de oportunista.
Habían pasado cerca de cinco meses de seguimiento meticuloso. La radio comentaba que faltaba muy poco para la inauguración, entonces decidí que era hora de visitar la construcción que me había quitado el sosiego de los domingos. Ya podría reconocer todas las pinceladas de mis alucinaciones. Había anotado la dirección al mismo tiempo que buscaba en mi mente como una brújula humana sin dar con suerte en la ubicación exacta. Así pensé que lo mejor sería tomar la bicicleta y recorrer los caminos conocidos que podrían llevarme a ella. En el viaje proyecté varios acontecimientos: algunas personas abarrotadas tratando de escurrirse entre las rejas, niños jugando en el parque circundante, mercaderes con carpetas vislumbrando sus transacciones, profesionales dando las últimas órdenes edilicias, algún medio de comunicación, tal vez la radio que acompañó la faena. No podía estar muy lejos, esa era la calle, la altura. Saqué el papelito arrugado de mi bolsillo con la dirección escrita, estaba parada justo frente al portón de ingreso vehicular. Desconcertada miré  hacia ambos lados, el viento arrastró un residuo de hoja avejentada con un plano de arquitectura. Giré y pude observar un aglomerado de ladrillos, un cementerio de ambiciones. Entre confundida y desorientada, sólo pude acercarme a un hombre que pasaba por el lugar, y  titubeando le pregunté por el centro comercial. El hombre tuvo que pensar por un momento, pero al instante lo recordó perfectamente; la obra fue clausurada antes de inaugurarse, luego de un derrumbe en uno de sus pisos que le causó la muerte a más de treinta obreros una primavera hace casi cien años.




10 de junio de 2012

CUENTOS MARAVILLOSOS DEL MÁS ACÁ: EL FLAUTISTA DE SAN NICOLÁS, por Claudia Maglio




Cuentan los que cuentan que luego de trabajar  en la ciudad de Hamelín, donde además de desratizarla y tomar medidas extremas dado que no se le pagaba lo prometido, el flautista llegó a San Nicolás…
Vino sólo a descansar, mas como siempre la “fama” nos precede, gran revuelo causó su llegada.  No fueron pocos los que temieron, incluido el intendente y su secretario Manuelito, pero el flautista sólo deseaba descansar y si podía, pescar también…
La primera medida tomada por la intendencia fue que no se lo molestara y que todos los servicios, incluyendo posada y comida, no le fueran cobrados pues no querían molestarlo con pavadas ni pedidos y muchísimo menos encender su ira.
Así fueron pasando los días en absoluta y tensionante tranquilidad. Por las noches, para despuntar su vicio, el flautista se acercaba al río y comenzaba a tocar dulcísimas melodías que cautivaban con su aroma a chocolate y marrón glacé a las mujeres de San Nicolás. Todas, irremediablemente, se levantaban de sus lechos y salían en su búsqueda guiadas por esas notas tiernas que inundaban sus almas. Sentían pequeños cosquilleos en su corazón que las cautivaban. Su gran deseo: conocer no sólo al flautista sino también a su flauta y, probar del dulce néctar armonioso que de ésta se desprendía.
Los hombres se enardecían cada día más y les reclamaban tanto a Ismael como a Manuel, que algo hicieran con este estafador sentimental que a sus mujeres cautivaba y llevaba hacia sus lares. Se estaban convirtiendo en verdaderos “cornudos” a sabiendas sólo por temor de los que dirigían la ciudad, que también sufrían en carne propia las pequeñas fiestas que sus damas gozaban con el maquinador  visitante.
El comisario en jefe, a quien su esposa ya se le había ido con la flauta maravillosa del extranjero, se le ocurrió investigar la vida personal y los secretos que guardaba el gran flautista, que como todo hombre, seguramente debería tener.
Fue así como descubrieron que en la ciudad de caramelo, allá lejos, cerca de las Antillas celestes,  vivían su fiel esposa junto a los veinte hijos de la pareja. No era de extrañar la cantidad de hijos que tenían, pues cuando una flauta es muy dulce y es  tocada por un gran maestro  unido a una bruja-maga, digna hija de la diosa de la fertilidad, estos suelen ser los resultados más comunes.
La cuestión es que la autoridad de San Nicolás se reunió y comisionó al jefe policial para ir a buscarla.  No fue fácil dar con ella, se pasaba todo el día trabajando no sólo con sus párvulos sino también como maga. El comisario al hallarla le comentó las andanzas de su flautista esposo, por lo que ella como buena bruja-maga, decidió emprender el vuelo e ir a buscarlo.
Al llegar a nuestra ciudad, se escondió para que él ignorara su presencia. Por la noche, cuando el flautista salió a tocar y conquistar, escuchó a lo lejos  la cautivante voz de la Siringa que su esposa, como buena griega, acariciaba. La atracción era fatalmente sugestiva, no podía evitar escuchar, tanto fue así de mágica y enceguecedora que el flautista dejó de tocar su instrumento.
Desconcertado, inmensamente herido por tan bella melodía, comenzó a caminar dirigiéndose como un autómata hacia ella que lo esperaba en la plaza central. Al verla, temió lo peor. Una tormenta extraña se desato, caían gotas de miel copiosas sólo sobre ellos dos. La astuta bruja-maga, lo envolvió con su capa de azúcar y mazapán. Lo miró fijamente con sus ojos amarillentos transparentes, y acariciándolo sólo se le escuchó decir: “en casa hablamos”. Él agacho su cabeza, le entregó su flauta y sin decir nada subió al carruaje de nueces y canela tirado por dos bellos ciervos de arroz con leche.
Partieron. No se supo nunca más de ellos, pero algunos cuentan que en las noches tormentosas se puede escuchar a la esposa del flautista tocando su melodiosa siringa, y a él riendo con su suave risa verde limón junto a sus ahora veinticuatro hijos.
Y como terminan todos los cuentos: colorín colorado... Esto, ¿se ha acabado?