Vuelos, descensos y caídas del taller literario de la Asociación Cultural Rumbo

16 de abril de 2012

FRAGMENTOS, por Evangelina Arroyo


                                                             James Christensen
                                                                 

Ella jugaba con barquitos de papel en la puerta de su casa mientras cantaba “La farolera” con voz incandescente y lunar. Tenía un nombre muy bonito que nadie pronunciaba. Su rostro de duende a la deriva denotaba su niñez.
 De pronto, hubo una explosión en la vereda de enfrente, un halo azul y diamante atrajo su mirada. Una mujer con vestido escarlata se acercó. Le preguntó si navegar barquitos de papel era su juego preferido. No supo responder. La mujer seguía preguntando. Ella no comprendía, no podía descifrar las palabras que emitía la otra. Sólo atinaba a balbucear una melodía remotamente ajena. Entonces la mujer empezó a decir que también jugaba con barquitos de papel cuando era pequeña, pero se había olvidado de ellos tras perder la inocencia. La niña comenzó a preocuparse: temía olvidar sus barquitos tan amados, perder la inocencia, pero comprendió que eso era parte de su destino. Como un vaticinio, el agua del charco se tiñó de rojo. La mujer se sentó a su lado y colocó los barquitos sobre el agua. La niña tomó su mano y ambas sonrieron.
Al atardecer, la mujer se despidió con un último deseo: que la recordara siempre y que nunca abandonara aquel juego sideral. La niña le dio un beso en la mejilla y se abrazaron. La mujer se alejó entre los árboles entonando una melodía alegremente tierna.
                         

9 de abril de 2012

ANTES DE QUE SILBEN LOS PÁJAROS, por Victoria Marín

Son las siete. Todavía no amanece. Lo sé porque la sombra que dibuja la ventana no se filtra aún entre las hendijas y los pájaros andan revoloteando todavía como si tuvieran  la expresa orden de silbar a las siete en punto. Estoy un poco ansioso. Aunque ansiosos son los que esperan algo y no los que esperamos la nada. Mario dice que ha visto varios en estos treinta años de carrera. Pero yo no he visto a ninguno, ni siquiera a El Nene, ese sí que tenía todos los números, pero el muy zorro la hizo bien. Yo, si hubiera hecho lo mismo que él, también habría zafado. Pero quién va a creer que me faltan caramelos. Cualquier otro hombre en mi lugar hubiera hecho lo mismo.

 Estoy por terminar el cuadro. Voy bien, el fondo fue fácil, no necesité colores, me bastó un poco de blanco que mezclé con negro, el gris creo que es el tono justo.  En el centro plasmé el animal. Con los ojos desorbitados, el pelaje alborotado, los colmillos filosos, la garra... Hoy no tengo ganas de pintar, hoy estoy ansioso. Mañana tendré todo el día, o pasado mañana, o…

No estoy durmiendo muy bien, mamá dice que es la conciencia, o la inconciencia, dice. Pero yo ya le dije que se cuide la salú, y que no ande preocupándose por mis asuntos, sino va a terminar como papá. Yo no sé más que decirle a esa mujer. Los pibes ya no vienen, suerte que tengo a Mario para charlar. Él si me entiende y no tengo que preocuparme que le dé un infarto. Está acostumbrado. A él le pido los óleos y los pinceles.

Yo le conté a Mario de mis sueños y de las trasnochadas que me mando gracias a ellos. De las voces que escucho, y dice que es parte de este lugar y de la inmensa soledad que nos tiñe la vida. A veces parece un escritor, de cómo habla. Pero yo me siento acompañado. Si él no estuviese del otro lado le daría un abrazo.

No sé si voy a tener tiempo de terminar el cuadro. El bermellón es difícil de conseguir en las librerías de este barrio. Y yo no puedo soportar que la garra tenga otro color que bermellón.
Mamá dice que no pinte más, que no es otra cosa que desnudar la verdad ya revelada, que es redundar en lo acontecido, que es morbosidad desbordada, y no sé cuántas otras cosas más me dice. No entiendo por qué se ensaña tanto con mi pintura. Estoy tan ansioso.
El carmesí es parecido. Pero no es igual, igual. Y yo lo tengo bien presente. Es bermellón. Ese es el que tengo que usar. Nadie más que yo y solamente yo para saberlo. Mario dice que lo va a conseguir antes de ese día, porque sino no tendré tiempo de terminarlo.

Pero hoy estoy muy ansioso. Tengo miedo, miedo de no llegar a ese día por tanta ansiedad. Imaginate que me muera antes. Que desilusión. Que ironía. Que cobardía.
Mañana me pongo a pintar, lo termino todo, y así cuando llegue Mario con el bermellón le doy el toque final antes de que silben los pájaros.



Mi prisionero
Hermel Orozco
Ecuador

LA AVENTURA DE UNA MUJER LLAMADA IRENE, por Claudia Maglio

Se miró una vez más frente al espejo, en el día de su cumpleaños quería observar bien las marcas  que surcaban su rostro, esas profundas cicatrices comúnmente llamadas arrugas. Era dueña de varias, y a cada una se las había ganado bien. En su monótona vida, cada día significaba una amargura que se sumaba y en el rostro una huella sin querer, dejaba.
Se sentía sola, defraudada, en realidad vivía sintiéndose así, no recordaba un sólo día que no guardara ese sentimiento interiormente.
Por las mañana se levantaba a las seis en punto, no era de desperezarse o retozar entre las sábanas y hacerse esperar. Ella apenas sonaba el despertador, o antes incluso que éste cumpliera su función, abría los ojos e inmediatamente comenzaba su ritual:
Primero se lavaba la cara y los dientes, preparaba su café, lo tomaba apurada mientras espiaba que su madre no se despertara. Nuevamente el ritual del baño, esta vez con una revista o libro en mano. Luego se peinaba y se pasaba algo de maquillaje. Dejaba la vestimenta para escasos minutos antes de salir.
Cuando consideraba que estaba lista, preparaba la leche para su madre y muy despacio junto a dos bei biscuit la despertaba. Hacía más de diez años que estaba postrada por la diabetes que ya sus piernas hasta la altura de la rodilla se había llevado. Irene era sus piernas, su enfermera, su criada, todo. Vivía en cama o en la silla de ruedas con la que la sacaba a pasear los sábados o a visitar el médico cada quince días.
Le servía el desayuno, esperaba a que lo terminara y en brazos la levantaba  y llevaba al baño, la higienizaba y aspiraba en forma automática y sin olfato las malolientes heces y orina que su madre depositaba y que ella con cuidadoso esmero debía lavar de su zona ano genital. La entalcaba, la sentaba en la silla de ruedas, la peinaba, abría las ventanas, hacía la cama, le prendía su televisor y ante él la dejaba.  Gracias a Dios la madre podía calentarse en el microonda la comida que ella le preparaba para almorzar y sabía llamarla a su celular o a emergencias si algo pasaba.
De todos modos a lo largo del día ella no dejaba pasar media hora que no hablara con su madre para saber cómo estaba.  ¡Pobre! La necesitaba, la dejaba hablar, como cuando se levantaba e Irene siempre respondía con un “sí, no o está bien mamá”. Jamás existía algo que Irene hiciera bien según la óptica de su madre, por lo que desde que se despertaba rezongaba primero por la enfermedad y luego por el mal desayuno que su hija le hacía; la falta de dinero; el que no la ascendieran después de tantos años en el empleo, lo cual seguramente se debía a su ineptitud; lo mal arreglada que estaba; lo pálida y ojerosa que la veía, y como era esperable: -“¡Por eso no te has casado!” “¡Quién va a querer una mujer con esa cara de amargada y para colmo cada día más vieja!”.
Irene disimulaba como podía lo hastiada que estaba, trataba de comprenderla, la perdonaba por su condición de enferma lisiada, sólo suspiraba y seguía con su rutina diaria.
Se vestía, y salía hacia el empleo, llevaba 28 años en la misma oficina, pronto se jubilaría. ¿Le alcanzaría para vivir con su mamá, entre su jubilación y la paupérrima pensión de ella? Subía al mismo colectivo de todos los días, el chofer ya la conocía, a veces se daba cuenta de los años que pasaban porque ya no la llamaban señorita sino señora, y porque la gente que casi siempre viajaba con ella se iba renovando, los más viejos no aparecían, los niños del colegio luego los veía con novia y hasta nenas que vivían por la zona las había visto vestidas con guardapolvo y luego embarazadas.”¡Cómo pasa el tiempo cuando una está ocupada!”, pensaba. Llegaba a al trabajo y en él con su mente en la madre, se abocaba hasta las 15 hs. momento en que volvía a su casa.
A veces para cambiar un poco, caminaba algunas cuadras y después tomaba el colectivo. Al caminar imaginaba cómo habría sido su vida si su mamá no se hubiese enfermado, el padre faltado desde hacía más de treinta años, si hubiese dado un sí gigante a su Ricardo…., pero era un veleta, seguro que ya a esta altura la habría dejado, porque ella es de perdonar y seguro que hubiese aguantado.
Llegaba a su casa, recostaba un rato a la madre mientras preparaba la cena. Comían  juntas, le contaba las novedades de la oficina que no solían ser muchas, miraban la tele juntas, lavaba los platos, daba los remedios a su mamá, la bañaba, la peinaba, le ponía una rica colonia y la acostaba. Después recién Irene se duchaba y miraba un rato más la televisión o a veces se le daba por espiar la ventana mientras degustaba un exquisito té de boldo. Acostumbraba acostarse temprano, al otro día la vida continuaba. Ese día como era su cumpleaños se quedó escuchando música y observando por la ventana, de golpe vio una estrella fugaz, pidió sus deseos rápido antes que se escapara y pensó, “Ay, viaja, pelea, dulce peregrina rodeada de cisnes imaginarios, moños y cintas de diversos colores. Vuela y revive trémula, suave, sedosa las etéreas voces de los olvidados por Dios”.

2 de abril de 2012

CUENTOS MARAVILLOSOS DEL MÁS ACÁ: SE ROMPIÓ EL HECHIZO, por Blanca Ciffo









En su cumpleaños número 30, Cenicienta tiene mucho por decir:
Quiere que todos sepan que se rompió el hechizo.
Que no hay ningún castillo.
Que la   vieja casona  está minada de  ratones.
Que en esa vivienda no vivía ningún rey y fue  usurpada  por un supuesto príncipe.
Que este ser mentiroso  y haragán  ni siquiera tiene la voluntad de agarrar una cuchara para reconstruir las paredes que se vienen  abajo.
Que el hada madrina nunca existió.
Que simplemente se trata de una entrometida mujer, a la que debe llamar “suegra” y de la cual  el pueblo se espanta  por los  talones rajados de tanto  andar  en chinelas.
Que las calabazas  son  el único alimento que tiene para poner en la olla, porque crecen solas en esa tierra.
Que en los inviernos se ha quemado las pestañas con el fin de encender el fuego.
Que también  experimentaba una agradable sensación de libertad, al ver el humo de la chimenea mezclándose con las nubes.
Que no cesará  hasta encontrar a Gus  el cura párroco del lugar.
Que le ha enviado un mail a su amigo Jap, para que venga a rescatarla.
Que no sabe por qué él no responde sus mensajes.
Que toda su desgracia se produjo por creer en hechicerías.
Que ha tomado una decisión tan espantosa como indeclinable.
Que en el convento tal vez no llueva.
Que ha cambiado vestido por hábito y zapato taco alto por chatita oscura y silenciosa.
Que celebrará  su cumpleaños número 30 junto a las monjas Drizella y Anastasia, otrora hermanastras insoportables.  


Ilustración: Cenicienta, por Lorena Torrado




CUENTOS MARAVILLOSOS DEL MÁS ACÁ: LOS TRES DEL BARRIO, por Evangelina Arroyo




Además de gorditos y rosados, sucios y ladrones, los tres hermanos Alteño saben arreglárselas muy bien para evadir una vez por semana al señor Ramírez, el cobrador de impuestos, a quien deben dos años de tasas municipales y llaman jocosamente “el lobo”.
El “lobo” Ramírez, harto de amenazarlos con la quita del plan de viviendas, gracias al cual poseen techo y comida desde los 90, ha decidido que hoy se hará justicia.
A los Alteño no les tiembla nada: Aníbal preside la comisión vecinal del barrio, Mauricio, en calidad de mecánico, arregla con frecuencia los autos del comisario y compañía, y Pedro, bueno, Pedro es el menor y se dedica al contrabando.
Ellos sospechan, pero no saben lo que les espera; ellos solamente soplan y resoplan lo que el humo de los cigarrillos dibuja en la pared del comedor. Ni Aníbal con sus alcahuetes a la orden del día, ni Mauricio con sus amistades en la Federal, ni Pedro con su permanente plan de fugarse por la triple frontera, podrán zafar de las garras del lobo.
Considerando la mala calidad del material con que fueron construidas algunas casas, Ramírez ejecuta su venganza con amplia satisfacción. Bastará una orden al operador de la topadora y el barrio entero sabrá quién manda. De ahora en adelante, los tres chanchitos del suburbio tendrán que salir a alquilar. Eso, o vivir abajo del puente.