Vuelos, descensos y caídas del taller literario de la Asociación Cultural Rumbo

22 de noviembre de 2011

AUTOBÍO, por Victoria Marin


Ya te olvidé.
La flor del jardín más lindo,
la del cantero grande, al lado de los jazmines.
La que regué el día que cumplí dos años.
La que tenía mi abuela.
Ya te olvidé.
El cuento del gnomo del árbol.
El que fabricaba brebajes 
de alcohol y de manzana.
Ya te olvidé.
La cuna vacía al costado.
Golpe de puño en el alma.
Tu nombre en cada esquina de una casa.
Ya te olvidé.
El pelo atado a fuerza de cintas como alas,
que en las tardes de la escuela
volaban entre sumas y restas.
Ya te olvidé.
La calle de punta a punta
recorrida en bicicleta,
hasta que el sol se ponga
y antes de que oscurezca.
Ya te olvidé.
El primer desvelo causado
por descubrir que la noche sigue
aunque la persiana se cierra.
Ya te olvidé.
El cuerpo a cuerpo temprano,
goce en un mar de estrellas.
El huracán y después la calma.
El olor, el gusto, el miedo.
Ya te olvidé.
La risa insostenible hasta las lágrimas
la que contagia
hasta el hartazgo de morir riendo.
Ya te olvidé.
El amor primero,
el más sano,
el más limpio,
el más eterno.
Ya te olvidé.
La imaginación como política
y la música como credo.
Ya te olvidé.
Ya te olvidé.
Y no puedo.


21 de noviembre de 2011

EL EXTRAÑO, por Evangelina Arroyo

Cuando nació, lo llevaron debajo del olivo para que fuera bendecido por el sacerdote del pueblo. Gloria, su madre, apenas veinte años, supo desde el comienzo que su hijo venía signado por quién sabe qué extraña fatalidad. Su padre, albañil de oficio y embustero de profesión, sólo le garantizó un nombre y su apellido: Alfredo Cañeda.
Alfredito tuvo infancia feliz y padres más separados que unidos bajo el mismo techo, pero no por ello dejó de ser alguien a quien le gustaba divertirse. Cuando tenía cuatro años, conoció a unos niños que vivían a pocos metros del arroyuelo. Eran los hijos del pescador, unos trillizos muy sociables que lo invitaban a jugar todas las tardes cerca del agua. Un día le obsequiaron un nido de colibrí lleno de flores silvestres para su mamá. Luego, un ramo de “cola de zorro” para que ahuyentara los mosquitos. Pero el mejor presente que recibió el pequeño fue una pluma blanquísima de paloma mensajera. Alfredito fue corriendo a su casa con la pluma en la mano y, al llegar, la guardó debajo de su almohada. Esa noche durmió tan profundo que apenas susurró en sueños. Cuando despertó, no encontró la pluma donde la había guardado; en cambio, sintió en su espalda un pinchazo, una grieta, algo que brotaba. Como no llegaba a verse, le preguntó a su mamá qué tenía detrás, sí, mami, acá, en la espalda, con llanto dolido y desesperado.  Gloria dudó en acercarse, puesto que nunca en su vida había visto una cosa como aquella. Para distraer y no asustar a Alfredito, le  dijo que era una astilla, seguro que se te pegó en la ropa jugando ayer con los chicos. De ese modo lo tranquilizó un poco, pero quedó pensativa durante unas semanas.
Eso que tenía en la espalda se multiplicaba por dos, por cuatro, hasta que un par de  enormes alas abrazaron  al niño. Una tarde tuvieron que descolgarlo de un sauce porque el viento lo había elevado tanto que no alcanzaron a sostenerle los pies. Su madre, ya sin saber qué hacer, lo encomendó al Señor, a la Virgen y a todos los Santos conocidos.
Alfredo tuvo que crecer encerrado, contemplando el sol desde la ventana y recibiendo las pocas visitas que se atrevían a enfrentar semejante ser. Nunca más vio a sus tres amigos; sólo escuchó que se habían ido del pueblo viajando río arriba.
Sumido en una profunda soledad y abatido por el peso de sus alas, Alfredo saltó desde el techo de su casa con la obsesión de salir volando y no regresar nunca más a ese poblado. Pesaba tanto su plumaje, que ni siquiera el viento de la tormenta pudo elevarlo suficientemente como para llevar a cabo su propósito. Luchó y luchó contra la pesadez, la tormenta aumentaba su furia, había plumas esparcidas sobre el suelo.
Al atardecer, una vez pasada la lluvia, Gloria advirtió que su hijo no estaba en la cama ni tampoco en el resto de la casa. Corrió hacia la calle, un tumulto de gente rodeaba un árbol. Mientras llegaba al lugar, se encomendó al Señor, a la Virgen y a todos los Santos conocidos. No quiso mirar a Alfredo, su niñito, que yacía muerto con alas blanquísimas debajo del olivo donde había sido bautizado.


20 de noviembre de 2011

ARTICULOS PARA EL HOGAR, por Blanca Ciffo

Recuerdo que, aquella mañana, cuando subí a mi auto para dirigirme al centro comercial,  recién estaba amaneciendo.

El viento azotaba con fuerza y golpeaba contra las chapas del automóvil como si quisiera arrancar las puertas, el techo, todo era temblor.  Y vino a mi memoria “La tramontana”, uno  de  Los doce cuentos peregrinos de  Gabriel García Márquez, pero no era primavera ni otoño y ese camino no llegaba a Cadaqués.
 
Fue enorme mi sorpresa al encontrarme conduciendo de una manera experimentada, ya que  nunca antes nadie me había enseñado ni siquiera dónde estaban los cambios y, más aún, porque en ocasiones anteriores  yo había  actuado como si no hubiese tenido auto.

Crucé el descampado camino a la ciudad cuando el sol ya comenzaba a iluminar  el dorado trigal que se hamacaba tanto como yo.  Ese sembradío estaba muy bien custodiado por un espantapájaros, del que  alcancé a ver el deshilachado  sombrero de paja que tenía sobre su cabeza y me extrañó que el viento no se lo hubiera volado. Aquel espantapájaros  parecía  por momentos un ser sobrenatural, al verlo nuevamente al costado de la ruta.

A llegar a dicho comercio y cuando estaba por  introducirme en él, me di cuenta de que yo no me había cambiado la ropa de dormir, que aún tenía puestas las medias, las pantuflas, el pijama y  una descolorida campera azul.
Como necesitaba varios alimentos no le di importancia a este descuido  y encaré para las góndolas de los comestibles.

Apenas  crucé el molinete una empleada del local se interpuso delante de mí.  Seguí sorprendiéndome al observar que  esta delgada mujer sobrepasaba los dos metros, mi cabeza apenas si  le llegaba a su cintura. No todo terminaría ahí, pues, ella tenía puesto una campera igual a la mía. Esa mujer desvió mi  rumbo hacia el sector de artículos para el hogar.

Seguía sin entender y cada vez más confundida.

Estuve en ese lugar tan preciado para un ama de casa,  ya  cansada de escuchar  el tañer  de mil campanas, el golpeteo de la prensa de la industria vecina,  las batucadas y el ventarrón.  Todos estos ensordecedores   ruidos  juntos  metidos dentro   de mi desfalcado lavarropas automático  cuando está en marcha.

Aparentemente un vendedor se había percatado de mi interés por aquellos electrodomésticos, quien   vestía un traje azul  pero había un detalle que no combinaba:  llevaba puesto un sombrero igual al del  espantapájaros. Éste aprovechó para descargar todo su convencionalismo ofreciéndome  la compra de los productos en muchísimas cuotas mensuales.
Un lavarropas nuevo con todas sus funciones y al ser nuevo sería silencioso,  una gran cocina  de acero inoxidable  similar a la que tienen en las escuelas, con grandes hornallas, y un horno en el cual podría cocinar  hasta diez pizzas a la vez o quizás preparar la comida para toda la semana y luego freezarla. (A veces las tareas hogareñas me impiden concurrir a gimnasia). Pensé en  un buen  equipo de música de alta definición.  Así, después  de haber puesto la ropa a lavar y la comida en el horno, distendida  aprovecharía a ejercitar los pasos de baile que realizaba en  la rutina aeróbica del gimnasio.

Deliberadamente, concreté dicha compra, empeñando el sueldo de un jubilado argentino a largo plazo, adquiriendo todos esos productos.

De regreso a mi casa, ya no vi más ningún espantapájaros en los campos y comprobé que no llevaba nada de comestibles. Inmediatamente,  llegó  mi arrepentimiento y me  atormentaba pensando en  la reacción que tendría mi  marido al enterarse de aquella descabellada adquisición.

Me agarré fuertemente del volante al tiempo que aceleraba más y más.   

 Pero nuevamente el ventarrón, el ruido de las campanas, de  la prensa y el desmantelamiento del auto.  Del auto  que yo no poseía. Todos esos ruidos al unísono lograron  despertarme de mi siesta. Mis ojos que no podían despegarse, como si no correspondieran a este mundo.
Al costado de la cama estaba mi marido observándome con un  mate en la mano y sobre la cabeza llevaba el sombrero de paja que acostumbra a usar par protegerse del sol.

Entonces  di un salto,  me puse las pantuflas, la campera azul y a pesar del insoportable bochinche,  sentí un enorme alivio al  recordar  que  había dejado el lavarropas funcionado antes de acostarme a dormir.

19 de noviembre de 2011

AUTOBIOLOGÍA, por Claudia Maglio


Los zapatitos me aprietan porque mis juanetes y el espolón están cada día peor.

Mi colesterol y la diabetes  se cotizan bien en la bolsa, pues están en alza al igual que mi maldita presión.

De la cintura y caderas, mejor no hablemos. Se empeoran, empecinadamente, cada día más. Ya casi no camino y menos pensar en agachar.

Nací bella, sana, mas ahora qué me pasó? La vida, diría mi madre.
Los años, el cuadrúpedo de mi marido.

Es verdad, los años no me han pasado en vano.

Me cuesta levantarme cada mañana.

Si me río o toso, me meo, el prolapso ya ha hecho su aparición.

Me olvido de las cosas, más las disimulo diciendo que son tan sólo distracción.

Las várices, azules han dejado mis piernas y hasta                                                                                                       el ano me han invadido pues unas hermosas hemorroides me han aparecido.

El asma se recrudece y uso tanto salbutamol que arruino cada vez más el corazón.

Por las noches jadeo que soy la envidia del barrio,
pues creen que en todas ellas a mi marido agarro.

Los calores cada día más me invaden, la menopausia produce estragos.
Bochornos, diría mi abuela. Viejazo, los imberbes de mis hijos y ostentación, según mi marido.

Mis ciento ochenta kilos son tan solo por falta de ejercicio
que no puedo hacer por todo lo antes dicho,
pero estoy pensando en hacer un régimen extremo, agua, lechuga, diuréticos y laxantes. Liviana seguro me sentiré, adelgazar, no sé.

Mas todo va bien, salvo que llevo meses esperando que PAMI apruebe mi medicación,
 estos bestias me la darán cuando ya me hayan colocado en un cajón.

Y ahora debo dejar de escribir la artrosis en mis dedos no me permite seguir.


17 de noviembre de 2011

LA ESPERA, por Claudia Maglio





Recorría el parque como todas las mañanas. Me senté en uno de sus bancos donde se encontraba un extraño hombre absorto, mirando un punto fijo, meditando. Vestía de forma elegante con traje, bastón en mano, quevedos y sombrero bombín.
De pronto reparó en mí y me dijo: “Disculpe señorita, hace mucho que la observo caminando por aquí todos los días, pero es la primera vez que se sienta a mi lado”. “Puede ser. Yo nunca había reparado en usted”, contesté. “Don Gaspar Alonso Heredia, encantado. Y, ¿vuestra merced?”  “Diana” “Sabe, Diana, yo sabía que algún día usted vendría a sentarse aquí, a mi lado. La verdad es que la esperaba…”
“¿Me esperaba?”
“Sí, tengo tanta necesidad de conversar, y usted se ve confiable. Hace cincuenta y nueve años que espero relatarle a alguien lo que me ha sucedido. ¿Le importa si lo hago?”
“¡Sí, quiero decir, no! Cuénteme, soy toda oídos”
“¡Bien! Yo soy Contador Público Nacional, hombre de Alem, Hipólito Yrigoyen y Balbín. Siempre he sido honrado, así me educaron, y la palabra de honor tiene más importancia que una firma en un papel cualunque”
“Vea mocita” continuó, “Todo sucedió tan rápido que a veces debo hacer memoria para recordar. En el cincuenta y dos, unos amigos me avisaron de una muy buena inversión en acciones. Debía conectarme con un señor. Lo telefoneé y quedamos en encontrarnos acá. ¡Sí, acá! En este mismo lugar. Eran las cinco de la tarde, llegué puntual. ¡Detesto la impuntualidad! Pero el señor resultó ser un tipejo de baja calaña. Comenzó a dar vueltas con palabras incoherentes con respecto a la transacción. De pronto sentí la presencia de dos personas a mis espaldas. Uno me tomó por el cuello y me pidió dinero y joyas. Cuando quise meter la mano en el bolsillo interior de mi saco, un cuchillo me tocó sin lastimar mi costilla derecha, era de otro que también me atacaba por atrás”.
“Le entregué la plata, mi alianza y el chevalier al que tenía enfrente.  Fue todo uno, la toma de mis valores y un cuchillazo en el corazón. Siguieron los que estaban por detrás. El que me tenía por el cogote, me lo clavó por la izquierda; el otro, por el pulmón derecho”.
“¡Ay juna! Me mataron, pensé. Me llevaron a un costado y salieron corriendo.”
“Por un tiempo quedé allí tirado, confundido, sin saber lo que realmente me sucedía. De a poco, muy lentamente, me pude ir dando cuenta de la realidad. ¡Estaba muerto! ¡Sí! ¿No me cree? Mire aquí, todavía el puntazo en el corazón sangra. ¿Lo ve? Y en la espalda igual. Fíjese m’hija, observe el saco roto, mojado y pegoteado. ¡Toque, por favor, toque!”
Con mucho miedo teñido de asco tomé valor y observé que mis dedos se manchaban con sangre y sentí el olor nauseabundo que de sus orificios emanaba. Comprobé perpleja y aún dudando que ese hombre me decía la verdad.
“Pero…”
“¡Sí, ya sé! No comprende ¿verdad?” “Al principio yo tampoco podía entenderlo pero, es así. Hace cincuenta y nueve años que espero a que esos desgraciados vuelvan. Dicen que los asesinos siempre vuelven a la escena del crimen, ¿no es así?”
Atónita le contesté, “Sí, claro. Es cierto.”
“Mire, mi niña, se olvidaron de quitarme mi reloj de bolsillo, supongo que por el apuro. ¡Acá está! Fíjese, se quedó clavado en la hora de mi muerte, las siete de la tarde. Ah…, pero yo sé que van a venir…”
“¿Y su familia no lo buscó?
“¡Claro, mi niña! Pero…, no me encontraron. Los sabandijas me empujaron hacia esos árboles, ¿ve entre las acacias y aquella magnolia? Justo ahí. La policía y mi familia me buscaron, pero siempre que pasaban al lado de mi cuerpo miraban sin mirar. Al final me cansé de hacerles señas y decirles dónde estábamos mi cadáver y yo. Los mandé al diablo ¡Buenos para nada, la policía y ellos!”
“Pero… ¿usted realmente cree que está muerto?”
“¡Más vale! Además se me presentó el ángel negro, no sé si usted ya lo vio. Es uno grande, oscuro, que tiene cabeza sin cara. Tiene un velo y una capa negra metalizada brillosa. Se desliza, no camina. Tiene brazos sin manos y piernas sin pies. Él fue el que me dio la bienvenida al mundo de los muertos, al mundo espiritual. Me quería llevar, pero yo no quise. Me negué férreamente y le expliqué que hasta no tomar de los fundillos a esos cacos y darles un buen susto, no me iría de aquí. Porque le repito, ¡sé que van a volver!”
Siguiendo su juego, le dije: “¡En cincuenta y nueve años es un poco difícil, si no lo hicieron antes…!”
“No me importa, si algo tengo de bueno es mi paciencia, sé esperar. Así, como a usted, después de tanto tiempo de observarla caminar por este parque y no verme, hoy vino, se sentó a mi lado y se puso a conversar conmigo… ¡Algún día ellos también llegarán!”
Asustada, acongojada, me excusé ante don Gaspar y me alejé. Los ojos a cada paso se nublaban más por las lágrimas y mi corazón replicaba en la garganta ahogándome. Estaba destruida, asombrada, confundida y, mientras pensaba en mi nueva condición, un niño con su patineta mi cuerpo atravesaba.

11 de noviembre de 2011

LAS APARECIDAS, por Evangelina Arroyo


Cada vez que me siento a escribir, anoto sus nombres en el encabezado de la página. Se trata de ellas, mis musas a la hora de dialogar con la poesía. Las he leído, me he bebido sus palabras y en ellas pienso cuando la noche se hace insoportable. Mi manera de invocarlas es una necesidad, un trago dulce que me empuje al vacío y me rescate de la hoja en blanco.
Creo que de tanto llamarlas en medio de la oscuridad, se desencadenó este sospechado aquelarre.
Hace dos días, mientras trabajaba en un poema, escuché una melodía detrás de la puerta. Hubo primero un destello lila, enseguida una explosión de astros en la ventana: aparecieron sin anunciarse mis diosas y se posaron sobre la mesa.
La primera en hablar fue Marosa-mariposa. Tras haber pasado la noche en un bosque negrísimo y candente, se quejaba porque la luna la había abandonado en pleno sueño. Me dijo que quería recortarla del cielo y dársela de comer a las hadas, o quizás a los perros del agua. También creía conveniente hacerlos saltar y traerla de los pelos para que pidiera perdón a los zapallos.
Mi estupor fue tan grande que borré sin querer los versos ya garabateados en la pantalla. No supe qué decirle, la notaba impaciente, yo intentaba apurar una respuesta, y de pronto una voz interrumpió su discurso. Era Olga, envuelta en mística y hermosura, junto a su fiel Berenice. En su mano llevaba un arcano (creo que “La sacerdotisa”), no pude verlo bien porque apenas dirigí la mirada hacia él, lo escondió debajo de su túnica de niebla y entonó un salmo que yo sólo había oído en duermevela: “Olga: mujer-gata, mitad oropéndola, mitad oleaje embravecido.”
Asomaba sin querer Alejandra como niña descalza en secreto. Tenía en su rostro algo de Casandra, un vestigio de luz y locura haciendo juego con sus ojos. Pronuncié su nombre completo y sonó a flor de lis en la tormenta, a pieza de baile en un salón urdido por la soledad. Le pregunté sobre los poseídos, pero no quiso hablarme. En cambio, balbuceó unas palabras acerca de la sombra y la agonía que vendrán.
De un momento a otro se fueron. Me dejaron sola en el umbral de la poesía. Desde entonces, una mariposa, un oleaje, una flor de lis me acompañan y no me sueltan la mano.


MALA MEMORIA, por Victoria Marin

Me levanté esa mañana con una intranquilidad propia de los días que uno sabe que debe hacer algo pero no recuerda qué es lo que debe hacer. Por una acción sistemática de cada domingo, calenté agua y me preparé un café. No tardé en darme cuenta que, sobre mi pijama y lejos de algún composeé, traía puesta una escarapela.
No es muy común irse a la cama con una escarapela en el pecho, por lo que deduje que aquello era una señal.
Inmediatamente esta situación me condujo al calendario. Lo ví todo más claro. Era 9 de julio y lo sería todo el día. Advertir tal efeméride me recordó que debía terminar el libro de Julio Cortázar, que jugaba a la rayuela en las baldosas de mi cocina.
Algún motivo muy importante debería tener para dejar ese libro entre manteles y platos hondos, y no en la biblioteca donde acostumbra uno dejar a los libros. Además de revolotearme el inolvidable recuerdo de La Maga, ese libro trajo a mi memoria, que luego de muchos años, había regresado a mis manos por una amiga de la infancia que había vuelto a ver gracias a la intervención entrometida del internet. Inmediatamente supe que tendría que agradecer su gesto, y pensé en obsequiarle un libro como agradecimiento.
Como buen domingo feriado argentino, no encontraría ninguna librería abierta. Así que me dispuse al menos a escribir un correo de computadora para ella.
Pensé mucho qué redactarle, no soy muy buena para estas cosas.
Cuando terminé el mensaje sólo me faltaba un pequeño detalle. Entonces fue cuando divisé en el monitor un papelito adhesivo en el que se leía: “llamar a mi hermana”.
Cuál sería la razón que motivara esa sugerencia en mi pantalla, pues no tenía nada trascendente que contarle a mi hermana, pero bien podría ayudarme en este vericueto.

-           Hola, sí...  ¿quién habla?
-          ¡Hola hermanita! ¡Necesito que me ayudes!
-          ¿Qué es lo que te tiene tan alterada?
-          Me levanté a la mañana, por una extrañeza que ahora cobra sentido, con una escarapela en el canesú del pijama,
-          ¿Qué?
-          Si, bueno, lo importante es que eso me condujo al calendario, y pude observar que hoy es 9 de julio.
-          Y entonces…
-          Que gracias a ese descubrimiento recordé a Julio, Cortázar, y busqué el libro que estoy leyendo.
-          Y…
-          Y caí en la cuenta que lo había recuperado gracias a una amiga de la infancia, ¿te acordás que te conté de ella?
-          Sí, ¿y?
-          Y pensé que sería bueno obsequiarle otro libro como un buen gesto de mi parte.
-          Pero…
-          Pero como buen feriado de Independencia está todo cerrado, y me puse a escribir un correo para ella.
-          Entonces …
-          Entonces, que al terminar de escribirle me faltó un detalle sumamente importante pero…
-          ¿Pero qué?
-          Que antes de perder el juicio por un simple detalle noté en la computadora un adhesivo que dice que te llame.
-          Y…
-          Y que no se bien para qué lo puse allí, pero el destino me ha jugado a favor y necesito que me ayudes
-          ¿En qué, Libertad?
-          ¡Celeste! ¡Me tienes que decir…!
-          ¡Qué!
-          ¡Celeste!.. ¿Cómo se llamaba mi amiga?



AUTOBIO, por Blanca Ciffo




Me hice señorita a los catorce,
Cupido me atrapó al otro día
y a la semana,
mi pureza se esfumó.
Dejé varios novios en el camino,
algunos también me abandonaron.

Mi vulnerabilidad,
la principal enemiga.
Mi amigo más leal
el espejo.

Llegué a reflexionar sobre
las relaciones entre el hombre y la mujer.
Entonces,
decidí cambiar de trabajo
y alejarme de mi jefe y de la ciudad.

A los veinticinco  me compré un caballo
mi cóccix sufrió  fractura
ante el primer corcovo
al caer de culo en el piso.
Pasé meses y meses
sobre almohadones de poliuretano.

Ya soy una persona adulta.
A este estado
le llaman la tercera edad.
Todavía me animo a montar
aunque sólo sea
una bicicleta.